Un andén frío envuelto en la niebla.
No hay tránsito de viajeros, no hay prisas ni lágrimas de despedida.
La mirada de quien espera un retorno está en penumbra.
La clamorosa ausencia del sonido que provocan las ruedecillas de las maletas al deslizarse por los huecos del adoquinado, suscita un silencio tan estruendoso que punza los tímpanos. Un silencio tan solo interrumpido por el leve siseo del viento al colarse entre las rendijas de las ventanas de madera podrida que, en un intento de proteger la estación, habían sido selladas con listones.
El reloj está parado. 07.27. Los carritos están al fondo, húmedos y helados.
El único movimiento perceptible es el baile de una bolsa de plástico que se mece con suavidad al son que le marcan los Anemoi.
De pronto, la velocidad del viento se intensifica. A lo lejos se comienza a oír el traqueteo del tren: mi tren. La locomotora emerge triunfal entre la niebla y con una frenada paulatina se detiene al final del andén.
Se abren las puertas.
Se apean algunos viajeros.
Continúo hacia la próxima estación…